Con motivo de inaugurar este pueril Blog, compartiré algo que escribí hace un tiempo y que encontré en el "pixelado" polvo acumulado en las virtuales carpetas de mi pendrive. Es lisa y llanamente una de las tantas inquietudes que atribulan la mente de la persona que ahora mismo les escribe. En fin, sin más preámbulos, los dejo con el texto.
Creo que
escribir no se trata de otra cosa más que repetir lo que habla el corazón. Un
buen escritor es aquél que puede interpretar los mensajes de su alma y los
transcribe al papel. Los escritores mediocres, ignorarán dichos mensajes y
escribirán lo que el mundo mediocre quiere encontrar en una historia:
entretenimiento y diversión. Nada de inquietudes o inseguridades, nada de
mensajes duales, de grises, de verdades que no son totales ni absolutas, nada
difuso, ni muy rebuscado. Nada que los entristezca, o que les haga dar cuenta
de su miseria. Eso es lo que ellos buscan, un ornamento con el cual cubrir su
dolor y pretender que no existe, pues solo así creen que se combate la debilidad.
Pero, ¿qué pasa
cuando no somos capaces de oír los mensajes de nuestra propia mente, aún a
pesar de que lo intentamos? ¿Qué pasa cuando lo único que oímos es el silencio?
Una muda soledad infértil. ¿Cuál es el significado del silencio de nuestra
alma? ¿Quiere decir acaso que se nos han agotado las ideas? ¿Quiere decir que no
somos dignos ya de escribir, que hemos perdido el don, si es que acaso alguna
vez lo tuvimos? Quizás sea un mero reflejo de nuestra existencia, quizás el
silencio sea más contundente que un centenar de palabras, pero ¿cómo poner en
palabras al silencio? ¿Cómo hacer que sea leído? Y, ¿qué mensaje esconde dentro
de sí?
He reflexionado
sobre este asunto algunas veces, pero en los últimos días, no logro pensar en
otra cosa. La razón se debe plenamente a que ya no recibo mensajes de mi alma,
de mi corazón o de mi inconsciente, como prefieran llamarlo. Peor aún, no logro
ordenar mis palabras para escribir algo coherente. He desechado una decena de
borradores, he maldecido una infinidad de veces y he intentado llegar al fondo
de mis pensamientos con terapias que no han surtido efecto alguno. El silencio
sigue ahí, omnipresente, imperecedero, volviéndose cada día más atroz. Temo que pronto no pueda articular palabra
alguna con mi voz. Temo que incluso mis sentidos se vuelvan parte del silencio
mismo. Que mis ojos no reproduzcan la belleza o injusticia de la vida, que mis
manos no sientan la aspereza de una piel herida, o la tersidad de unos hombros
refulgentes. Sé que hay belleza en el silencio, en la serenidad, en las tardes
de primavera, en la quietud del descanso, pero también hay terror dentro del
mismo; y terror es lo que me transmite mi silencio.
Terror al
olvido, a las ideas lánguidas, a las palabras inciertas. ¿Cómo hacerles frente?
¿Cómo convertir mi silencio en música? ¿Cómo iluminar los rincones olvidados de
mi alma y devolverle el color a mis pensamientos? Esta es la adversidad que
enfrento cuando vuelvo a sentarme en todas esas mesas de café de las esquinas
de mi barrio; las mismas mesas en las que, en otro tiempo, me desesperaba al
ver la poca tinta que restaba en mi lapicera o en las que refunfuñaba al ser
atacado por los mozos que me instigaban a irme, pues la noche ya se cernía
sobre los cielos y debían cerrar el lugar. Esas cafeterías eran para mí un
santuario, un lugar al que escapar a escribir, rodeado de mil historias de la
gente de ciudad. Esos mozos eran para mí bibliotecarios, que me cedían su
espacio para sentarme a leer y quienes jamás me acosaban con preguntas sobre lo
que yo hacía.
Hoy sigo
frecuentando esos sitios, no creo nunca dejar de hacerlo, pero la sensación que
experimento es otra. Hoy, las conversaciones de las personas de la mesa de al
lado han dejado de ser historias, para convertirse en ruido. A veces, ni
siquiera hay personas a mi lado. Hoy me siento acosado por el sonido del tráfico,
por el chillar de las puertas, por las miradas de los mozos. Hoy, el silencio
me perturba, me convierte en otra persona. Una persona sorda, incapaz de oír su
propia voz, incapaz de comprender sus pensamientos, una persona cuyo santuario
está en llamas, derrumbado.
La vida de cada
ser humano es una lucha consigo mismo, una batalla interna en la que convergen
sus miedos, virtudes, esperanzas y desilusiones; y mientras todo esto sea
propio de cada persona, la lucha podrá sobrellevarse. De lo contrario, cada
hombre vivirá una mentira, peleando en guerras ajenas. Sólo podrá superarse
aquel hombre que encuentre su propia batalla y no la abandone nunca.
Esta es mi
batalla, una constante contienda contra mis ideas, contra el miedo al silencio,
contra el temor al olvido, contra mis propias palabras.
Crack.
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